A mis dieciocho años siento que estoy encerrada en una vana burbuja
en la que el aire se condensa y todo el que está dentro de ella está como en el
espacio: casi estático, moviéndose lentamente y con dificultad. La burbuja es
una metáfora obvia de la sociedad. Una sociedad que si tuviera que calificarla,
sin duda sería de ‘pasiva’.
Parece que ya no es que no les dejen actuar, es que no
quieren. Empiezo a perder la esperanza de rebelión. Y no hablo de hacer lo que
hizo la burguesía francesa tiempo atrás y cortar cabezas a los que,
paradójicamente, se enriquecen con nuestra pobreza (que tampoco es una opción
que haya descartado). A lo que me refiero es a una rebelión mental, una
rebelión basada en la intelectualidad de la gente, pero claro, ¿cómo va a ser
esto posible si el intelecto parece algo que está de moda esconder? Las
personas cultas que viven entre nosotros, al fin y al cabo, no sirven de nada.
Se han convertido en cabezas compactas llenas de conocimientos que se usan sólo
como método de distinción, para decir que forman parte de un círculo selecto.
Nosotros necesitamos mentes activas. Mentes que muevan, que agiten, que pongan
el sistema patas arriba con nada más y nada menos que con ideas, porque la
ideología es como un tanque de guerra, la ideología se contagia y la ideología
aplasta a otras. De esta manera, la que tenga la supremacía va a ser la de la
clase que domine, que actualmente viene a ser el grupo de mayor nivel
económico. Es esto lo que tiene que cambiar. No voy a hacer referencia a la ‘casta’
que está tan presente en los medios, pero sí al pueblo, entendiendo este como
humilde, trabajador y como el que realmente sufre la crisis que, más que
económica y política, es una crisis moral. Por eso es necesaria una revolución
intelectual, porque los valores morales, la ‘ética’ usada en la peor de sus
vertientes, es lo que ha llevado a la corrupción de la que tanto hablan.
La gente hace bulla, de vez en cuando, sí. Pero no la
suficiente. Tenemos que levantarnos de la silla, del sillón, separarnos de la
pantalla del ordenador, del maldito móvil. Tenemos que dejar de quejarnos por
las redes y escupir reivindicaciones en la calle.
Hay quienes piensan que con algo tan poderoso y peligroso como la
huelga no se logra nada. Sería cómico que mujeres como Carmen Karr o los
obreros del siglo anterior se topasen con ellos. La realidad es que sí que se
logra, tal y como lo hicieron nuestros antepasados. El problema está en que se
ha perdido el verdadero sentido de la protesta, la consciencia de que las cosas
van mal está ahí, pero sólo se oyen susurros y de pocas bocas, no las
suficientes como para convertirlo en un grito conjunto o, más bien, en una idea
común, en el motor que mueva el carro. Puede que esta falta de unión sea
consecuencia del individualismo que caracteriza a la sociedad postmodernista, en
la que la competitividad y la búsqueda frenética de ser reconocido como ‘el
mejor’ es lo que ha dado lugar a la fragmentación. Hay un ejemplo muy gráfico de esta situación: si cogemos un lápiz
e intentamos partirlo, el lápiz se romperá fácilmente y con apenas esfuerzo.
Sin embargo, a medida que vayamos sumando lápices, más difícil será romperlos.
El ser humano juega, en este caso, con ventaja: no somos
lápices, no somos inertes, somos seres capacitados, inteligentes (a excepciones
de los estúpidos). ¿Qué nos impide, pues, hacer que nuestras mentes de una vez hablen?
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